Uno se pasa la vida aplazando planes porque esa es la
naturaleza humana, espera tener una mejor posición económica, tener un
empleo seguro, una pareja estable, nos la pasamos esperando el momento
“perfecto” para comenzar a hacer realidad los sueños, o por lo menos
para comenzar a luchar por ellos.
Nos enseñaron a buscar una zona de confort de la cual difícilmente se puede salir,
es como si padres, abuelos y demás familiares nos dieran a entender que
lo ideal es tener un puesto en una gran y reconocida empresa, con un
contrato a término indefinido, muchas veces sin importar que nos
quedemos para siempre en el mismo cargo con tal de tener la seguridad y
estabilidad de recibir un sueldo, por más triste que este sea.
Todo hay que decirlo, en muchos casos la necesidad hace
que lleguemos a ese punto, por ejemplo cuando hay hijos, porque ellos se
convierten en prioridad y darles un techo, educación y comida es
necesario. También está el caso de las personas que ayudan a sus padres o
algún familiar que lo necesita, claramente uno no se puede hacer el de
la vista gorda y es indispensable traer comida a la casa aunque estemos
partiéndonos el lomo.
Pero hablemos de los casos en los que no hay tales
obligaciones, cuando uno está en plena libertad y capacidad de hacer lo
que se le antoje pero se pone mil excusas para no hacerlo. En este tipo
de situaciones es triste ver como muchas personas prefieren quedarse en
un lugar por el simple hecho de tener una estabilidad que para lo único
que le sirve es para dejar sus sueños atrás, para acabar con cualquier
posibilidad de ser alguien y brillar.
Es común ver personas llenas de sueños,
se la pasan pensando en los lugares que quieren conocer, soñando con el
negocio que quisieran montar, haciendo cientos y cientos de planes que
se quedan en eso, en simples planes que jamás se hacen realidad.
Nos la pasamos soñando y eso está muy bien, pero llega el
momento en el que de tanto soñar sin hacer nada al respecto uno se
hastía, o simplemente se va convirtiendo en un discurso que nos echamos y
les echamos a los demás pero que no tiene ninguna validez, porque
sabemos que nos quedamos quietos, somos unos completos inútiles para
hacer lo que amaríamos hacer.
Llega ese momento de volar, de comenzar a
hacer y dejar de pensar tanto, arrancar no es fácil pero cuando uno
pone el pie en el acelerador ya no hay nada que lo detenga. Es hora de
dejar a un lado esos legados acerca del hacer lo que debemos y no lo que
realmente queremos, ir en contra de la corriente en muchos casos es lo
que realmente deberíamos hacer.
Nadie nunca se pondrá en los zapatos de nosotros para
darnos esa patada que necesitamos para reaccionar, aunque también es
cierto que la vida misma se encarga muchas veces de empujarnos sin
piedad al precipicio, pero no precisamente para acabarnos, sino para que
aprendamos a volar.
Tiempo de volar |
A veces creemos que situaciones adversas como
perder un empleo o una pareja son castigos de la vida, cuando puede ser
todo lo contrario, tal vez la vida nos está mostrando que el
camino no es hacer plata para otros sino hacerla para nosotros mismos o
que simplemente es mejor estar solo que mal acompañado.
También ocurre que a veces es peor que nos mantengan con
un contrato a término indefinido en esa empresa que muestra tanta
solidez, porque nos enseñamos a ser miopes, a ver lo que nos obliga la
cotidianidad de una oficina. De vez en cuando es bueno plantear si una
renuncia puede ayudarnos a abrir las alas, porque en ese caso estaremos
mucho más cerca de llegar a donde siempre hemos querido, donde seremos
plenos aunque no nos hagamos millonarios de un día para otro pero
sabiendo que estamos trabajando por y para lo que amamos.
Moraleja: la felicidad no
está en la plata que uno pueda acumular, la verdadera felicidad está en
hacer lo que a uno le apasiona sin importar si se va de cara contra el
mundo, igual hay golpes placenteros, sobre todo cuando se sabe que está
haciendo las cosas por uno mismo y no por lo que le obligan o sugieren
hacer los demás.
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